Caminaba deprisa, esquivando los charcos y coches que encontraba por el camino. Echó un vistazo al cielo y agilizó el paso. Por el camino iba sorteando obstáculos como pies, cabezas con sombreros, paraguas, carritos y ojos curiosos. Al fin se detuvo al final de la calle Oasis jadeando.
Un poco más a la izquierda un muchacho de unos treinta tocaba una vieja guitarra. Sus notas eran la más bella melodía jamás escuchada antes. El que antes caminaba deprisa se fue acercando, poco a poco hacia el joven músico.
-Toma, gran músico, toma mi corona.
-Pequeñín, no tienes por qué darme nada. Todas las tardes me ofreces tu corona y sabes que jamás la voy a aceptar. Limítate a escuchar, a sentir.
-¡Por eso! Yo siento contigo, y te mereces la corona. Yo no soy ningún príncipe, yo no hago sentir, yo no lleno de vida, yo no soy como tú. Tómala, es para ti.
-No hace falta tener una corona para ser un príncipe. Si lo piensas… tan solo es un trozo de oro, o tal vez plástico. Un trocito que tiene valor económico sí, pero ningún valor de los de verdad. De esos que hacen que se te revuelvan las tripas al verlo, al sentirlo, ¿sabes?
-¡No lo entiendo! Todos los chicos de mi curso sueñan con tener mi corona. ¡TODOS!
-Ellos no saben todavía lo que es un regalo de verdad. Y yo tengo muchos regalos tuyos, ¿sabes? No necesito tu corona para ser un príncipe. Ya lo soy gracias a ti.
-Pero, ¿cómo? ¡Si yo nunca te he regalado nada!
-Sí pequeño, sí. Cada tarde corres la avenida y llegas hasta aquí, te sientas y me escuchas. Miras cómo toco, aprecias cada sí bemol… ¡como si yo fuera el artista más grande del planeta! Tú me regalas cada sonrisa, cada mirada… tú construyes mis canciones. Pequeño príncipe, regalas mucho más que coronas.
-Y lo eres. Tú eres mi artista.
-Y tú mi príncipe, mi príncipe con corona de cartón y regalos que son trocitos de cielo.
Y así pasó la tarde, mirándose el uno al otro y sin dejar de acariciar la escala musical.
Un poco más a la izquierda un muchacho de unos treinta tocaba una vieja guitarra. Sus notas eran la más bella melodía jamás escuchada antes. El que antes caminaba deprisa se fue acercando, poco a poco hacia el joven músico.
-Toma, gran músico, toma mi corona.
-Pequeñín, no tienes por qué darme nada. Todas las tardes me ofreces tu corona y sabes que jamás la voy a aceptar. Limítate a escuchar, a sentir.
-¡Por eso! Yo siento contigo, y te mereces la corona. Yo no soy ningún príncipe, yo no hago sentir, yo no lleno de vida, yo no soy como tú. Tómala, es para ti.
-No hace falta tener una corona para ser un príncipe. Si lo piensas… tan solo es un trozo de oro, o tal vez plástico. Un trocito que tiene valor económico sí, pero ningún valor de los de verdad. De esos que hacen que se te revuelvan las tripas al verlo, al sentirlo, ¿sabes?
-¡No lo entiendo! Todos los chicos de mi curso sueñan con tener mi corona. ¡TODOS!
-Ellos no saben todavía lo que es un regalo de verdad. Y yo tengo muchos regalos tuyos, ¿sabes? No necesito tu corona para ser un príncipe. Ya lo soy gracias a ti.
-Pero, ¿cómo? ¡Si yo nunca te he regalado nada!
-Sí pequeño, sí. Cada tarde corres la avenida y llegas hasta aquí, te sientas y me escuchas. Miras cómo toco, aprecias cada sí bemol… ¡como si yo fuera el artista más grande del planeta! Tú me regalas cada sonrisa, cada mirada… tú construyes mis canciones. Pequeño príncipe, regalas mucho más que coronas.
-Y lo eres. Tú eres mi artista.
-Y tú mi príncipe, mi príncipe con corona de cartón y regalos que son trocitos de cielo.
Y así pasó la tarde, mirándose el uno al otro y sin dejar de acariciar la escala musical.
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